Poderes públicos, separados pero concurrentes

Por: Luis Beltrán Guerra. Los estudiantes de leyes escuchamos desde el inicio de la carrera “términos” que se repiten a lo largo de los años. Entre ellos “el constituyente y el legislador”, tan mencionados que más de uno al preguntársele “¿Cómo te está yendo?”, esa persona contesta: “Estoy buscando al constituyente”, a lo cual el primero casi al unísono acota “Yo al legislador”. Y en la vida profesional unos cuantos se desencantan, entre otros motivos, por no haberles encontrado.

Pero, también, por el desengaño de la teorización y su antítesis entre las terminologías propias de una disciplina, tan relacionada con unas cuantas más. Esto es el contraste de una “nomenclatura” con la vida real.

Hacemos referencia entre ellas a “política, república, parlamentaria y presidencial”, pero en más de una vez, también, dictatorial y hasta tiránica, poder constituyente, constitución, constitucionalidad, constitucionalismo, entre ellos “el social”, uno de los más complejos, soberanía (tal vez, de la que más se ha abusado, gobernar de todo y para todos), congreso, parlamento (el pueblo reunido y con sus diversidades tratando de entenderse y que le comprendan), sistema electoral, pero, también, al del botín (resultados eleccionarios írritos transgrediendo todas las leyes, como arguye, por ejemplo, la oposición en Venezuela en lo relativo a las últimas elecciones presidenciales), dictadura, con y sin respaldo popular, senador, diputado (hace décadas con vestimentas propias del oficio, costumbre que la moda, en concurrencia con el electo, ha conducido a lo extremadamente opuesto), fuerzas armadas (jamaqueadas en los países en desarrollo), líder, milicia, fascismo, racismo, militarismo, nepotismo, despotismo, oligarquía, partidocracia, participación, plutocracia (cultivadas en las academias y por aquellos con quilates para ingresar a ellas, lamentablemente no todos), sufragio (popularmente conocido como el voto, hoy devaluado tanto en su nombre como en el fin), y, con el perdón de la lingüística, “pare usted de contar (poner fin a una enumeración)”. Pudiera afirmarse que nos hemos referido a “los prolegómenos del Estado y de la sociedad en general, desemejantes a las interacciones y los conflictos entre particulares”.

La razón, únicamente, didáctica y no porque el ensayista haya deambulado con lo relativo al primer léxico (prolegómenos del Estado) desde los 17 años y va rumbo a los 83 y aun embrollado en “el teoricismo”.

El título se contrae a una de las nociones cardinales que alimenta a una democracia, esto es, al ejercicio de la soberanía que el pueblo mediante el sufragio delega a quiénes han de gobernarles. Estamos refiriéndonos al denominado “poder público” (constituyente, gobierno, jueces) para que nos conduzcan en procura del bien común, el cual supone “crecimiento económico, justicia social y desarrollo humano”. Y, por tanto, mejor aplaudido en la medida en que beneficie al mayor número de personas.

Entendamos que la cesión del poder popular (la soberanía) convierte (valga lo obvio) al apoderado en “poderoso”, término este prolifero, para algunos “sustantivo” y otros “adjetivo”, pero, lo más neurálgico, con una diversidad de usos: 1. “Dominio, imperio, facultad, jurisdicción (para mandar o ejecutar una cosa), 2. Fuerzas de un Estado (en algunas hipótesis “civiles” y en otras “castrenses”) y 3. Fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío, absoluto, arbitrario, despótico, locuciones, por cierto, usuales, nutrientes del adjetivo “poderoso”, con respecto al cual no puede dejar de mencionarse a Rodrigo Borja, expresidente de Ecuador, quien trae a colación el no tan ignoto enunciado “poderoso caballero es don dinero”, de Francisco de Quevedo y Villegas, resumiéndolo así: “El poder del dinero se ha incrementado en la vida social al ritmo de la corrupción. Casi no hay cosa que no pueda conseguirse con dinero”.

La síntesis anima a preguntarse en el contexto de los lineamientos de la teoría política y constitucional por la suerte de “la separación de los poderes”. ¿Se ha observado, sí en verdad rige o es un consejo de filósofos para una hipotética paz, sujeta a la diversidad de nuestras propias interpretaciones? Esta reflexión no es del todo descartable. Ni siquiera valorando que todavía hoy se reconocen definiciones históricas justificando la susodicha “división”, entendida como “la obligatoriedad de que las providencias del poder público y en todas sus ramas, mantengan correspondencia con un complejo de normas controlado por una autoridad independiente, tan soberana como aquella a la que atañe la observación de la pauta.

Para Rodrigo Borja, “Estados Unidos tiene el mérito de haber hecho realidad las ideas abstractas de los filósofos europeos de la libertad”. Califica el expresidente que “la primera concreción de la formula se hizo en la Constitución de 1787”.

En el contexto teórico la división de poderes es una máxima determinante, en aras de una equilibrada manera con respecto al ejercicio de la soberanía, cuya titularidad es exclusiva del pueblo. Pero teniendo claro que el precepto ha sido objeto de deformaciones y desde hace algún tiempo, por no decir bastante.

Gaetano Silvestri, presidente de la Corte Constitucional de Italia lo pone de relieve, refiriéndose al proceso de “proselitización” en el desempeño del gobierno en su país. Advierte que la fragmentación de la opinión pública, como expresada electoralmente, a través de una diversidad de partidos, mini partidos, grupos y grupillos, ha tenido una determinante repercusión en la separación de poderes, cuanto menos en la manera como fue definida primariamente.

Enuncia que prosigue siendo válida la crítica al criterio tradicional utilizado para distinguir los distintos tipos de formas de gobierno, en función del grado de separación de poderes, cuando lo más fiable para interpretarlas se encuentra en la diversidad de roles y estructuras de los partidos políticos, circunstancia que pareciera determinar que ningún sistema de gobierno sea hoy calificado como derivación de “una aplicación rigurosa y coherente de la máxima”. Sin embargo, el profesor reitera que “prosigue constituyendo el punto de atracción del sistema constitucional.

La incógnita pareciera, por tanto, precisar en qué medida “la separación” constituye “una propensión”, más que “una obligación letra por letra rigurosa”. No es una máxima objetiva y obligatoria que requiere un cumplimiento estricto, puntual y exacto de acuerdo con lo establecido en la ley o contractualmente.

Estas obligaciones inexorables no permiten flexibilidad ni interpretaciones que puedan comprometer su esencia y conllevan 1. Exactitud en la interpretación, 2. Cumplimiento matemático, 3. Evitar ambigüedades, 4. Obediencia de plazos y 5. Respuestas a requisitos concretos. Ha de observarse cada exigencia, sin dejar ninguna de lado.

En pareceres más recientes la llamada “separación de poderes”, postula de un lado la utilidad de que el Estado ha de cumplir determinadas funciones (la división del trabajo) y por el otro, que los destinatarios resultarán mejor beneficiados en la medida en que tales funciones sean realizadas por disímiles órganos, deviniendo como necesaria la conveniencia de “distribuir y controlar respectivamente el ejercicio del poder”. Pudiera, inclusive, imaginársele “un poder soberano, uno y trino a la vez, que sin dejar de ser uno, se descompone en tres independientes. Pareciera, por tanto, un concepto metafísico, análogo al misterio cristiano de la Trinidad” (De la separación de poderes al conflicto entre órganos constitucionales, Prof. David Delgado Ramos).

No pueden dejar de elogiar los esfuerzos de aquellas inteligencias que concibieron “la fórmula”, irrespetándoseles si se les critica con el argumento de que dejaron establecidas pautas presuntas, las cuales la realidad terminó convirtiendo en “especulativas”.

Cuesta calificar a la referida formula como “conjetural”, lo cual debilitaría su carácter presuntivo. La incertidumbre con respecto a su actualidad ha de anotarse que abarca también a “la concurrencia de poderes”, el 50 % o tal vez más de la receta. La lógica pareciera imponer que si no hay separación, mal puede haber “concurrencia”. La sabia para alimentar a la democracia, definida bajo la dupla “separación y concurrencia”, pareciera no haber nutrido a todos los árboles.

Se lee, en efecto, que una ciudadanía democrática y pluralista demanda una “teoría de justicia social” capaz de regular la diversidad y pluralidad de demandas y derechos formuladas por quienes integran “la comunidad política”. Una “teoría de la Justicia” para una adecuada combinación en aras de la defensa de la libertad individual, pero, con un emprendedor compromiso a la igualdad. A manera de conclusión nos inclinaríamos por afirmar, aunque parezca una perogrullada, que las dificultades de la separación de poderes han de entenderse como las fuentes para la no concurrencia.

La profesora María Amparo Grau, nuestra destacada discípula, hace ya algunas décadas, pareciera compartir los lineamientos expuestos al referirse a “la complejidad del “principio” dado los cometidos de un “Estado social”. Cita a Manuel García-Pelayo, para quien no hay un modelo patentado, ni un dogma de la división de poderes, sino que ésta tiene en cada tiempo sus propias peculiaridades de actualización.

Los dos estudiantes por mera casualidad se encuentran ya entrado coincidiendo en que no han encontrado aún al constituyente, ni al legislador. Y que el principio de la separación de poderes que conocen es aquel aplicado por sus esposas, quienes por las desavenencias cuando el amor muere se han divorciado, llevándose la mitad del patrimonio conyugal. Ni las limitaciones derivadas de la lucha por un “estado social” sirvieron de excusas.

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